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Datos alarmantes señalan que los crímenes contra mujeres y la violencia machista representan hoy una de las peores lacras nacionales. Una investigación de la Fundación Global, Democracia y Desarrollo (Funglode) reveló que, entre 2016 y 2024, 1,072 menores quedaron desamparados al ser asesinadas 779 mujeres.
El terrible impacto de la misoginia se agrava si consideramos que frecuentemente los agresores terminan quitándose la vida.
Tras breves descensos, que ilusionan a los responsables, los asesinatos de mujeres suelen reaparecer con mayor intensidad. Esta es la tónica observada recientemente con un flagelo que ha resistido los numerosos planes implementados para frenarlo. Las restricciones de acercamiento a parejas o ex parejas, refugios para las afectadas, llamados a la reflexión e imposición de castigos severos son solo algunas de las acciones que no han logrado el impacto deseado contra esta violencia.
Si las soluciones se enfocan en esquemas amplios y no en las circunstancias particulares, es previsible que el asesinato de mujeres y la violencia de género sigan siendo una lamentable constante. No se trata de obviar la desigualdad y la discriminación, elementos culturales y sistémicos y otros aspectos, sino de examinar con mayor detenimiento, desde el inicio de cualquier indicio de violencia, los perfiles psicológicos y sentimentales de la pareja, así como el ambiente en el que se desarrolló el vínculo.
Específicamente en contextos como el dominicano, resulta vital generar un ambiente donde las víctimas se sientan seguras y puedan confiar. Numerosas mujeres evitan denunciar a sus compañeros por temor a represalias, pero también por la falta de fe en que el Ministerio Público o la Policía actúen con contundencia contra los abusadores. Es innegable que en los feminicidios concurren múltiples variables que las autoridades deben sopesar hasta hallar una estrategia eficaz para detener este terrible suceso.















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