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De infante, me enviaban al rincón a “meditar” como sanción. No a comprender, ni a dialogar: a pensar. El mensaje era patente: usar la mente era una falta.
Crecimos en hogares donde “intelectual” o “pensador” se pronuncian con la misma inflexión que “fracasado”. Aquí, a quien reflexiona mucho se le observa con recelo. No es solo aversión a las ideas: es pavor. Pavor a examinarnos internamente.
Adoramos achacar culpas “a quienes están arriba”, pero el temor aquí se distribuye en todas direcciones.
El superior que recuerda, implícitamente, que “hay veinte esperando tu puesto”.
El maestro que se mofa del que indaga en exceso.
Con esa argolla, casi sobra el déspota. La autoridad formal opera con un material que ya llega moldeado: individuos adiestrados para acatar por susto, no por certeza.
Se observa en nuestro modo de vida. En lugar de exigir un sistema funcional, cada uno construye su propio bastión: inversor, cisterna, generador, cerca, cámaras, vigilante. Mientras mi hogar disponga de agua, luz y conexión, el corte es asunto del prójimo.
El mapa real de esta tierra es ese: un conjunto de miedos amurallados, cada familia resguardando no caer “al sitio donde no hay sustento”. En ese panorama, razonar en voz alta es osadía. Quien se cuestiona es “conflictivo”. Quien enlaza conceptos es “teórico”. Quien no acepta sin dudar es “filósofo”, dicho como quien dice “ocioso”. Otra forma elegante de enviarlo al rincón.
La historia mayor reproduce el mismo cuadro. Esta nación se asienta sobre una enseñanza callada: al que se atreve, le pasan factura en vida y lo veneran tras su muerte.
Duarte, Henríquez Ureña y tantos otros se atrevieron a concebir una patria digna y acabaron desterrados o en la pobreza, incómodos para quienes distribuyen el dominio. En vida, sospechosos. Luego, héroes pétreos. Confinamos a los pequeños a la esquina por “pensar en demasía” y a los que gestaron este país los enviamos al ostracismo, a la penuria o bajo las balas. El método es el mismo. Solo varía la magnitud del castigo. Esa herencia no se borra: se nos quedó grabada como un trauma.
El espanto se tornó nuestra lengua: se filtra en el tono, en las pausas, en las bromas. Nos aterra perder: el empleo, el grupo, la “buena fama”, el turno en la cola. Por evitar asumir el revés, consentimos casi cualquier triunfo ajeno: el del astuto, el del trepador, el del que pisa primero para no ser hollado después.
Y el poder cae en la misma trampa. Dirige con aprensión y a partir de ella: al caos, a las redes, a las sondeos, a una población a la que él mismo instruyó en el sobresalto. Es un can persiguiendo su propia cola: una prisión sin guardián, erigida con siglos de susto acumulado.
En esencia, eso somos: una sociedad que declara creer en la amplitud de miras, pero que aún se estremece cuando alguien osa usar su entendimiento sin bajar la guardia, aun perdiendo algo por ello.
En un entorno donde al oportunista se le llama “triunfador”, el único triunfo honesto es el de quien acepta mermar sus ganancias antes que entregar su sentir al pánico.
Para la autonomía solo falta que dejemos de valorar ciertas cosas.















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