La Urbe fue, por encima de todo, un impulso. De sus sendas dependían las legiones, el tráfico mercantil y la gestión que cohesionaban un imperio extenso desde Britania hasta el Nilo. No obstante, hasta ahora, el trazado de esa magnífica trama se hallaba incompleto.
El programa Itiner-e, coordinado por expertos europeos, acaba de enmendar esa carencia. Su equipo ha recopilado y digitalizado casi 300 000 kilómetros de vías romanas, empleando fuentes documentales, restos arqueológicos, fotografías aéreas históricas e imágenes satelitales. El resultado: la representación cartográfica más exhaustiva de la red de caminos romanos jamás elaborada, el doble de extensa que cualquier esfuerzo previo.
Pero este descubrimiento conlleva una conclusión bastante incómoda. A pesar de su gran detalle, tan solo el 2,7 % de esas rutas pueden localizarse con absoluta certidumbre. El resto pertenece al ámbito de la probabilidad y la inferencia.
El trabajo fue tan arduo como las propias vías que se buscaba restaurar. Los investigadores examinaron códices como el Itinerario Antonino y la Tabla Peutingeriana, contrastaron datos con excavaciones y mojones de milla, y utilizaron tomas de reconocimiento del servicio satelital Corona de la Guerra Fría para observar paisajes anteriores a la era moderna.
Cada segmento fue, entonces, dibujado a mano en un sistema de información geográfica (SIG), respetando la geografía natural. Los caminos romanos no eran líneas rectas, sino trayectos que seguían valles y puertos de montaña. Esa minuciosidad permitió duplicar su extensión conocida, pero también evidenció cuánto desconocemos.
La mayoría de los recorridos se clasifican como especulativos o meramente probables: se sabe que existieron, pero no su ubicación precisa. En ciertos casos, los arqueólogos solo conservan la sospecha de que un camino debía unir dos núcleos urbanos. En otros, apenas un hito kilométrico aislado en plena campiña.
El mapa abarca casi cuatro millones de kilómetros cuadrados, una instantánea del Dominio hacia el año 150 d.C. Sin embargo, los propios creadores reconocen que Itiner-e es solo una “imagen estática” de un entramado que mutaba constantemente. Roma no erigió todas sus rutas de la nada: muchas se superpusieron a trazados más viejos, se adaptaron al relieve o cayeron en desuso gradualmente.
A pesar de todo, el mérito del proyecto es sustancial. Por primera vez, la ciencia cuantifica con exactitud matemática la magnitud de lo que ignoramos: sabemos que las calzadas se levantaron, pero no dónde radicaban. Lo que antes se tomaba por un hecho cartográfico se convierte ahora en un llamado a la incertidumbre.
El compendio incluye incluso mapas de fiabilidad, que señalan con colores el grado de certeza y la cobertura territorial. En ellos, la Europa occidental destaca en tonos seguros, mientras que áreas como Anatolia, el septentrión del Danubio o la África romana se muestran teñidas de duda.
Más que un destino final, Itiner-e es un punto de partida. El mapa está accesible libremente en la plataforma Zenodo, y cada segmento posee un código único enlazado a repositorios arqueológicos. Esto facilitará a historiadores, economistas o epidemiólogos modelar circuitos comerciales, difusión cultural o propagación de enfermedades en la antigüedad.
Pero la iniciativa también posee una dimensión reflexiva. Nos recuerda que la historia, por muy firme que parezca, está plagada de vacíos ocultos. Que incluso las sendas más emblemáticas del mundo —aquellas romanas que sostuvieron una civilización— se difuminan al intentar rastrearlas milenios después.
El plano más detallado de la Antigua Roma no solo reconstruye el pasado: nos enseña la vasta extensión de lo que aún nos elude.
Este contenido fue hecho con la asistencia de una inteligencia artificial y contó con la revisión del editor/periodista.















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